DE CARDENAL A DUQUE

 

La muerte de Juan Borgia en extrañas circunstancias generó una difícil incógnita sobre qué decisiones adoptaría desde entonces Alejandro VI en la búsqueda de un hombre con intachable reputación militar al que poner en el gobierno de las desmoralizadas tropas vaticanas. El más claro aspirante era César Borgia. Él mismo abanderaba su propia candidatura a ocupar el puesto de gonfalonero en detrimento de otros pretendientes como su hermano Jofré, a quien Alejandro VI había descartado de inmediato dada la debilidad manifiesta de carácter que su hijo menor había acreditado. El Santo Padre no ocultaba el ilusionado anhelo de instaurar en el Vaticano su particular dinastía de papas bajo el apellido Borgia. Sin embargo, su hijo César no había sido llamado a los caminos de la vocación religiosa y, a pesar de haber asumido desde joven lo que su progenitor escogió para él, siempre mostró mayor querencia por los asuntos terrenos que por las cuestiones de la fe. Ya en sus tiempos de adolescencia dio claros síntomas de ambición mundana, lo que no le impidió destacar como buen estudiante universitario y consumado políglota, ya que llegó a dominar con

solvencia cinco idiomas que le permitieron ser adelantado en las múltiples relaciones diplomáticas tan necesarias en aquel conglomerado internacional.

  El más descollante de los Borgia tuvo una posición más que discreta hasta el fallecimiento de su hermano mayor en 1497. En dicho año, César ni siquiera había cumplido los veintidós años de edad, pero venía soportando desde tiempo atrás las pesadas obligaciones de sus numerosos e impuestos cargos eclesiásticos. Desde luego que el fogoso muchacho se sentía llamado para otras metas y su rabiosa juventud le impelía a protagonizar acciones heroicas para mayor gloria de su escudo heráldico. César sentía fascinación por la guerra y soñaba dirigir ejércitos contra los enemigos de su causa, arrebatándoles cuantas tierras se le antojasen en un capítulo de grandeza creciente para los todopoderosos Borgia. El 24 de diciembre de 1497, Alejandro VI dejó entrever que seguramente su ahora hijo mayor era el más aconsejable para ocupar la dirección de los ejércitos del papa. Dicho reconocimiento tiraba por tierra la esperanza de ver a un miembro de su familia ocupando algún día el trono de San Pedro, pero César era la única baza real que le quedaba a un sumo pontífice instalado en el nepotismo más clasista, lo que le impedía pensar en alguien externo a su clan para asumir aquel importante grado castrense. César fue informado ese mismo día de lo comentado por su padre y no pudo por menos que expresar la alegría sentida por la decisión de su progenitor.

  Aun así, las semanas comenzaron a sucederse en el primer trimestre de 1498 sin que el Santo Padre se pronunciase nuevamente sobre lo que todos estaban esperando. En realidad fue como si Alejandro VI aguardara una señal divina para tomar la trascendental decisión. Ésta llegó en abril de ese año, con los fallecimientos en el mismo día de dos molestos enemigos Savo-narola y Carlos VIII de Francia. Los óbitos no alegraron especialmente al papa, aunque suponemos que respiró aliviado al verse libre de los que habían sido los principales problemas para el Estado pontificio en los últimos tiempos.

  Carlos VIII fue sucedido en el trono por Luis XII (1462-1515), un monarca que retomó la vieja pretensión francesa sobre Milán y Nápoles, si bien antes necesitaba solucionar la integración definitiva a su reino de la región bretona, asunto sujeto con alfileres gracias al enlace de su antecesor con Ana de Bretaña. El rey Luis estaba casado con Juana de Valois, mujer que gozaba de algunas virtudes, pero no precisamente las de poseer un cuerpo perfecto ni una belleza sublime; tampoco eran necesarios dichos dones para la razón de Estado. Sea como fuere, el soberano galo necesitaba con urgencia disolver su matrimonio para organizar otro raudo con la bretona afín de asegurar el señorío de Francia sobre dicha geografía tan estratégica desde los tiempos de la Guerra de los Cien Años. En realidad, lo que Luis XII precisaba del papado era una acción moral que le permitiese ajustar la boda adecuada para garantizar la unidad territorial francesa. Por su parte, Alejandro VI no estaba dispuesto a consentir un estrago similar al que le habían causado las tropas invasoras de Carlos VIII. Estaba claro que los franceses no olvidaban el sueño italiano y el propio Luis asumió en su coronación regia celebrada en la catedral de Reims el ducado de Milán y el reino de Nápoles como propiedades pertenecientes a Francia. El propio Alejandro VI, conocedor de estas intenciones y previendo lo que se podía abatir sobre Italia, optó en esta ocasión por la prudente estrategia de la negociación, y no dudó

 en enviar embajadores al país galo para iniciar las conversaciones sobre protocolos que beneficiasen a ambas partes. El Vaticano no se quedaría solo y a merced de los enemigos como cuatro años antes, y la alianza con el otrora rival francés se antojaba lo más recomendable en aquel contexto de inminente contienda bélica. El cruce de embajadas dejó patente que las monarquías francesa y pontificia se mostraban en esencia dispuestas a rubricar acuerdos de entendimiento en los que el papa se lavaría las manos ante una futura anexión francesa del Milanesado, siempre que los territorios vasallos de la Santa Sede fuesen respetados. Por otra parte, Luis XII sugirió que sólo trataría la cuestión napolitana mediante intercesión vaticana, lo que rebajó ostensiblemente la presión sobre el sur italiano.

  Pero Alejandro VI, gran experto en el manejo de las cuestiones políticas internacionales, vio en estas conversaciones una gran oportunidad para la proyección definitiva de su hijo César, quien en aquella primavera de 1498 ya no evitaba comentar su malestar por el silencio de su padre ante su petición de abandonar el capelo cardenalicio. Finalmente, la situación con Francia posibilitó este definitivo paso en su vida y el Santo Padre consintió que su vástago abandonase los oficios para los que se había preparado desde pequeño dispuesto a entrar con oropel y boato en la gran historia universal. El 17 de agosto de 1498, César Borgia comparecía ante un consistorio de cardenales convocado por su progenitor. El soberbio príncipe ceñía las vestimentas purpuradas del cardenalato y sin perder un instante, se dirigió a los congregados para declarar que jamás había albergado en su interior vocación religiosa alguna abrazando el sacerdocio contra su voluntad. Reconoció además que la dignidad que ostentaba, así como los cargos que le había confiado Su Santidad, resultaban incompatibles con el estilo de vida que él desarrollaba. Finalmente argumentó con enérgica convicción que su incapacidad para poner de acuerdo sus impulsos y el sagrado hábito exponían su alma a un peligro mortal. Por ello y por sus deberes con la Santa Madre Iglesia llegó a suplicar a los que juzgaban el caso que le devolvieran a su estado laico. Tras escuchar las alegaciones de César, los atónitos prebostes eclesiásticos decidieron trasvasar la decisión final al propio Alejandro VI, quien ausente por decisión personal del consistorio aprobó la petición de su querido descendiente. César, libre al fin de sus opresivas ataduras eclesiásticas, se preparó para disfrutar de su nueva situación seglar en cuyo horizonte se atisbaba una interesante aventura por tierras francesas, ya que el papa había decidido que su vástago formase parte de la brillante alianza que estaba a punto de firmarse con el nuevo amigo galo.

  En los acuerdos se estipuló que César, una vez liberado de su condición religiosa, pudiese viajar a la corte francesa. Asimismo se establecía que el Borgia contrajese matrimonio con una relevante noble de su país de adopción, asunto que una vez puesto en conocimiento de Fernando el Ccatólico, siempre vigilante desde España, consiguió crear cierto malestar entre los aragoneses, los cuales no veían con buenos ojos cualquier tratado que afectase sus intereses en Nápoles. En este episodio Alejandro VI supo manejar con astucia la situación planteada y logró calmar el enfado del rey español distribuyendo entre dirigentes eclesiásticos españoles todos los cargos y dignidades de los que se había desprendido César Borgia en su renuncia. Este detalle supuso para España un abundante caudal económico que acalló las voces discrepantes con la alianza que el papa estaba ultimando con Francia. Ese mismo verano César sufrió un empeoramiento generalizado a causa de la sífilis que padecía, lo que hizo temer incluso por la vida del Borgia. Sin embargo, su fortaleza física y las ganas de emprender nuevas hazañas le repusieron en pocas semanas y el 1 de octubre de 1498 pudo subir a bordo de una fabulosa galera puesta a su disposición por las arcas del rey francés. La nave iba escoltada por otras cinco, y era tal la suntuosidad desplegada por la comitiva que muchos llegaron a pensar que César se había llevado toda la riqueza existente en Roma. Lo cierto es que el futuro modelo de príncipe sonreía feliz ante las posibilidades que se le abrían en aquella peripecia francesa. Por los acuerdos firmados por su padre y el rey Luis XII, se garantizaba al hijo del papa una fuerza de cien lanzas en tiempo de paz y de otras trescientas o cuatrocientas en caso de guerra en Italia, para apoyarlo en la conquista de la Romaña, en permanente revuelta contra la Santa Sede.

  El documento estipulaba además que, en el caso en el que el rey de Francia emprendiera alguna acción exitosa en tierras de Lombardía, el susodicho duque recibiría para él y para los suyos el condado de Asti. En el marco de la normalización de las relaciones entre Francia y la Santa Sede, los cardenales Giulia-no della Rovere y Raymond Peraud, obispo de Gurck, instalados ambos en la corte francesa, obtendrían seguridad para regresar al Sacro Colegio sin que se les tuviese en cuenta su anterior actitud hostil contra con Su Santidad. Entre Aviñón y Lyón se encontraban los condados de Valence y de Diois, dos hermosas ciudades del Delfinado, cuyas tierras habían sido unidas para formar el Valentinois. Una cláusula adicional del convenio franco-vaticano prescribía que estos territorios serían elevados a categoría de ducado para destinarlos a monseñor César, quien, por una coincidencia sin duda acordada, recibiría el título de duque de Valentinois. A esta casa ducal correspondían diez mil escudos de renta, un estimable regalo del rey de Francia. Por su parte el agradecido Luis XII había conseguido de forma rápida, gracias a la dispensa papal de Alejandro VI, anular su matrimonio con la incómoda y más tarde canonizada Juana de Valois, para casarse como deseaba con Ana de Bretaña, asunto que garantizaba la permanencia de la Bretaña francesa en el seno de la corona gala. El rey francés obtuvo otras concesiones como la imposición del capelo cardenalicio para el arzobispo de Ruán, George dAmboise, uno de sus mejores consejeros y amigos, y el no menos importante apoyo de la bendición papal en la más que probable ofensiva sobre el ducado milanés.

  El 12 de octubre de 1498, el flamante duque de Valentinois puso pie en tierras francesas desembarcando en el puerto de Marsella. Su llegada recibió honores de Estado y varias salvas de cañón fueron disparadas para rendirle un homenaje propio de soberanos. La imagen del Borgia impactó sobre manera a los testigos del fulgente evento, y según se dejó escrito el noble renacentista compareció ante los que le recibieron con un magnífico traje de damasco blanco, adornado por capa y toca de terciopelo negro. Era sin duda una excelsa vestimenta que no ocultaba, sin embargo, su cuerpo estilizado y musculoso de sobresaliente porte; aquella representativa estampa se convirtió en la primera baza ganada por César en tierra franca. En la pa-rafernalia desplegada por el duque, comparecían un centenar de hombres gentiles que poco diferían de lo alardeado por su señor. De los buques franceses bajaron a suelo firme varias decenas de caballos del séquito, doce carros de arreos y de equipajes, y setenta mulas drapeadas con los colores rojo y amarillo del rey de Francia. Una vez dispuesta comitiva, se emprendió en camino hacia la corte. Previamente la columna pasó por Aviñón, donde César fue recibido con entusiasmo por Giulia-no della Rovere, ahora transformado en leal amigo de los Bor-gia por mor de los acontecimientos políticos. Al cabo de unos días, el propio Luis XII fue el encargado de abrazar a César Borgia como si se tratase de un recuperado hijo pródigo. El monarca cumplió sus promesas y concedió a su nuevo súbdito la ciudadanía francesa y la importante Orden Real de San Miguel, sólo reservada para ilustres personalidades. Asimismo, en aquellos días los condados de Valence y de Diois fueron unificados bajo el ducado de Valentinois, concedido al hijo de Alejandro VI. Es curioso comentar que al igual que Borja fue italianizado por Borgia, el nombre Valentinois sufrió igual suerte, por lo que en Italia César fue conocido desde entonces como el duque Valentino.

  Quedaba pues, una vez solventados todos los trámites aristocráticos, casar al duque con una dama que garantizase sustanciosos intereses para todas las partes en juego. La primera elegida fue Carlota de Aragón, hija natural del rey Federico de Nápoles, quien se negó en rotundo al enlace al constatar que ni Francia ni los Estados Pontificios le garantizaban con esta unión la tranquilidad política de su reino, si no más bien lo contrario. Una vez descartada la aragonesa surgió la figura de Carlota dAlbret, una guapa adolescente de tan sólo dieciséis años de edad que era a la sazón hermana del rey navarro Juan II. En esta oportunidad sí se pudieron concretar los esponsales celebrados mediante gran ceremonia en la ciudad de Blois el 10 de mayo de 1499. Trece días más tarde, un emisario ponía en conocimiento del papa no sólo el feliz acontecimiento, sino también que su vigoroso hijo había consumado el matrimonio ocho veces durante la noche de bodas. La encantada pareja fijó su residencia en el coqueto castillo de Nérac, donde César dedicó un tiempo a reorganizar las emociones vividas en esta etapa seglar de su vida. Los regalos cruzados en aquellas nupcias por ambas familias fueron, desde luego, dignos de su clase. César hizo entrega a la novia de 20.000 ducados en joyas y la imposición al hermano de ésta, Amadeo d’Albret del capelo cardenalicio otorgado por Su Santidad el papa. Por su lado, Alain, duque de Guyena y padre de la muchacha, no pudo ofrecer más dote que 30.000 libras tornesas a pagar en cómodos plazos durante dieciséis años. Pero esta cifra sufrió un notable incremento con la intervención del rey Luis XII, quien aportó a la suma inicial otras 100.000 libras provenientes del tesoro real. Tal era el interés por agradar a los Borgia en aquella etapa amable.

  Una semana después de su boda, el rey francés siguió con sus agasajos e impuso al Valentino la cinta de moiré de la que colgaba la cruz de oro de ocho puntas coronada por cuatro flores de lis, también de oro, y abrochó alrededor de su cuello el mencionado collar de la Orden de San Miguel. Desde entonces, César Borgia incluiría en su escudo, al lado del característico buey rojo con tres franjas de arena, las flores de lis en oro. Tantas gozosas noticias sobre el sólido discurrir de la alianza franco-vaticana animaron al papa a ordenar que se levantasen hogueras por toda Roma para festejar aquellas nuevas tan gratas. El propio pontífice extrajo de sus cofres más preciados una selección de alhajas que envío a su nuera como signo de alegría.

Lo cierto es que la unión entre César y Carlota fue efímera, pues apenas estuvieron juntos tres meses, justo lo necesario para que la joven quedase embarazada de una niña que llevaría por nombre Luisa en homenaje al rey de Francia que tanto respetaban los cónyuges. Por desgracia, César nunca llegó a conocer a su primogénita oficial, ya que los rigores de la guerra le separarían de su esposa para no volver a verse jamás. Si bien la memoria del Valentino fue respetada en todos los términos por su mujer, la cual inculcó a su hija, desde el primer momento, el sentido de la familia y el respeto a la figura de su padre, incluso cuando éste falleció en combate en 1507, una desconsolada Carlota vistió estricto luto recordando acaso los días más felices de su vida en compañía de tan singular marido. Como decimos, César fue requerido por las cuestiones guerreras para las que tanto se había preparado en la intimidad de su ser. Luis XII, ya casado desde enero con la guapa Ana de Bretaña y a la espera de un hijo, decidió poner en marcha el engranaje bélico francés y en julio ordenaba a su ejercito que pusiese rumbo hacia Italia. César regresaba a casa.

GUERRA EN ITALIA

La campaña francesa sobre el norte italiano fue más propia de los fuegos de artificio que de una cruel y sanguinaria contienda. Los milaneses apenas ofrecieron resistencia y el 6 de octubre de 1499 Luis XII efectuaba su entrada triunfal en Milán aclamado por sus gentes, las cuales, siguiendo la costumbre, vitoreaban al invasor de turno, pues a buen seguro no sería peor que el anterior. César, convertido en el duque Valentino, no perdió

 

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EL CÉNIT DE LOS BORGIA

Durante el año 1502, César Borgia iba a dar muy buena medida de sus posibilidades reales como militar y gobernante en su Estado romañolo. A mediados de febrero, el Valentino convenció a su progenitor para que le acompañase en una visita a la recién adquirida Piombino, con el propósito de dar vitola oficial a una conquista que cimentaba aún más si cabe el poder papal en Italia. No obstante, todavía quedaban elementos rivales en permanente conspiración contra los Borgia, por lo que, en previsión de cualquier alteración pública aprovechando su ausencia, el Santo Padre salió de Roma envuelto por el secreto tras haber dado a sus cardenales órdenes precisas para que mantuvieran la agenda vaticana como si el sumo pontífice estuviera en la Sede Apostólica al frente de los asuntos y eventos cotidianos. Padre e hijo llegaron de forma sorpresiva a la mentada ciudad, y en ella consagraron iglesias, presidieron desfiles y fueron partícipes de exquisitos convites que celebraban la incorporación de aquella geografía a los Estados Pontificios.

  En este mismo periplo, los Borgia aprovecharon para navegar hasta Elba, una coqueta isla situada frente a las costas de Piombino, cuyas fortificaciones estaban siendo revisadas por Leonardo da Vinci, a la sazón ingeniero militar en jefe de César. No fue éste el único trabajo del brillante genio florentino, y en esos meses puso todo su talento al servicio del papa en un proyecto que pretendía mejorar cuantas murallas, fortificaciones y, en definitiva, infraestructuras se hubiesen quedado ancladas en el recién abandonado pasado medieval. Ahora de lo que se trataba era de acomodarse a los nuevos tiempos, en los que la artillería comenzaba a ser pieza clave en aquellas guerras

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de la modernidad, y César, siempre vanguardista, no descuidó ni un detalle en ese sentido bélico que tenía de la vida.

  El duque Valentino disfrutaba con optimismo de su plenitud, ciertamente pasaba por un hombre más dedicado a los placeres del presente que a cualquier previsión futura, pero a nadie escapaba que su capacidad para cumplir con la exigencia no escrita de la razón de Estado constituía su indiscutible aval ante los súbditos que le aclamaban, y es por ello que no cupo discutir sobre su acreditada preparación para dirigir los asuntos de la Romaña. En estos meses se abrazó con decisión febril a la administración de sus posesiones, rebajó sensiblemente la presión fiscal que hasta entonces había atenazado a los romañolos, impartió justicia como un magnánimo príncipe renacentista y persiguió con valentía a los que infringían las leyes. Esta eficaz gestión sorprendió a propios y ajenos, y el modelo de gobierno establecido por él se recordaría con agrado durante generaciones. Asimismo, César hizo gala además de sus dotes para el li-derazgo de sus habituales excesos festivos, por lo que un preocupado Alejandro VI llegó a comentar que su hijo no reservaba nada para el mañana. El 11 de marzo de 1502, el Santo Padre regresaba al Vaticano tras haber superado el difícil trance de una tormenta que a punto estuvo de hundir el navío que le transportaba en su trasiego desde la isla de Elba a la Península Itálica. Quedaba patente que el rocoso español estaba a prueba de hundimientos, atentados, conjuras y demás minucias que pretendiesen menoscabar su ánimo ante la adversidad.

  En aquella primavera, los acontecimientos se sucedieron a ritmo vertiginoso, como por otra parte era habitual en aquel puzzle italiano roto, una y mil veces, para luego ser recompuesto de nuevo hasta el siguiente cataclismo. Por entonces los

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acuerdos entre franceses y españoles para el reparto de Nápoles habían volado en pedazos, y ambas naciones se preparaban para la guerra, aunque en esta ocasión, los unos y los otros pretendían acaparar el ahora imprescindible apoyo vaticano. Luis XII de Francia reclamó su antigua alianza con el papado y, ya de paso, prometió mirar a otro lado en caso de que las tropas pontificias, con César Borgia a la cabeza, quisieran tomar la ciudad de Bolonia. Por su parte, Fernando II de Aragón hizo saber a Alejandro VI que si recibía su valiosa ayuda, España concedería a los Estados papales diversos feudos en el reino napolitano.

  Las diferentes peticiones y ofertas fueron atendidas con esmero en la sede apostólica, aunque el pontífice se decantó, tras analizar la situación, por la opción francesa que era, en definitiva, la que más posibilidades le daba para prosperar por el centro geográfico italiano. En junio de ese año se dispuso lo necesario para que César utilizara 64.000 ducados extraídos de las arcas vaticanas para rearmar sus tropas. Dicha cifra permitió comprar nuevas piezas artilleras que iban hacer temblar algunas ciudades como Urbino, Camerino o la propia Florencia, plaza esta última que estuvo a punto de ser asaltada por el ejército pontificio de no ser por que medió el mismísimo Luis XII, quien a efectos de organizar la ofensiva sobre Nápoles entró en Milán justo durante las semanas en las que el duque Valentino destrozaba las voluntades de sus enemigos y los gobiernos corruptos de las familias que seguían obstinadas en su rebeldía contra el poder de los Borgia. Por ejemplo, la toma de Urbino se considera una de las mayores genialidades militares protagonizadas por César. Hasta entonces la urbe, cuyo señor era Gui-dobaldo de Montefeltro, había permanecido en apariencia fiel a su señor el papa. El propio Valentino, en un alarde entusiasta, comentó que el duque de Urbino era su mejor hermano en Italia, lo que hacía presumir unas relaciones pacíficas entre la hermosa ciudad y el papado. Sin embargo, de forma sorpresiva, el gonfalonero atacó Urbino con 2.000 soldados, provocando la huída del duque a Mantua disfrazado de humilde campesino. Parece constatado que este ataque sobre Urbino no fue advertido al Santo Padre, que pidió raudas explicaciones a su vástago por este comportamiento contra el supuesto aliado. César le envío entonces una prolija carta en la que detallaba su convencimiento acerca de una presunta traición que el duque estaba gestando en complicidad con el resto de barones desafectos. Alejandro VI leyó estos argumentos y debieron convencerle, pues al poco premiaba la magnifica conquista de su hijo invistiéndole con el título de duque de Urbino.

  En esos momentos decisivos, la mayoría de los rivales de los Borgia se encontraban reunidos en Milán a la espera de recibir la necesaria ayuda de Luis XII, a quien se encomendaron en cuerpo y alma para que les librase del odiado César de una vez por todas. En lugar de eso, lo que contemplaron atónitos fue la aparición inesperada del Valentino en la capital lombarda para ser recibido con gran satisfacción por el monarca francés, el cual había ratificado en secreto su alianza con el papado. Tras este golpe de mano y con las plazas de Urbino y Camerino tomadas por los Borgia, poco o nada les quedaba por hacer en Milán a los enemigos del papa, que con más discreción que nunca fueron desapareciendo de la ciudad; eso sí, con la albergada intención de preparar una conjura definitiva que aplastase la prepotencia esgrimida por los valencianos.

  César se reunió con el rey francés y éste le comunicó el estado de las cosas. Francia no podía tolerar que las tropas pon-

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tificias tomasen Florencia, pues semejante agresión fragmentaría el equilibrio de la zona. Por añadidura, la ciudad tosca-na se encontraba oficialmente bajo protección gala, y su conquista supondría un menoscabo decisivo para la imagen francesa en la Península Itálica. En compensación, Luis XII consintió que el ejército vaticano pudiese caer sobre Bolonia, Perugia y otras ciudades menos vitales en el mosaico latino, pero ambicionadas por Alejandro VI en su sueño expansio-nista. La reunión concluyó con la promesa pontificia de aportar 10.000 soldados dirigidos por César a la campaña francesa contra los españoles acantonados en Nápoles. El Valentino acató obedientemente lo expuesto por su querido primo y, con presteza, ordenó a sus ejércitos establecidos en las puertas florentinas que abandonasen la empresa hasta nuevas instrucciones.

  Esta decisión enervó el ánimo de algunos condottieros, que pretendían avalanzarse sobre la ciudad toscaza, y constituyó el germen de una inevitable sedición contra su comandante en jefe. En dicha conspiración figuraban antiguos adversarios y otros nuevos de los Borgia. De ese modo, en octubre de 1502, se reunieron en Maglione—uno de los bastiones de la familia Orsini— gentes dispares pero unidas para hacer frente común contra el clan más aborrecido de Italia. El pronóstico no parecía favorable para los Borgia, ya que en el censo de conjurados aparecían los mejores capitanes de las tropas pontificias, verbigracia, Vitelozzo Vitelli, Oliverotto Eufreducci, Paolo y Francesco Orsini, Oliverotto de Fermo o Ernesto Bentiboglio, éste último representante de la amenazada ciudad de Bolonia. Todos brindaron por la más que segura muerte, o en todo caso exilio del nefasto, para sus intereses, César Borgia.

El conflicto se inició con la sublevación de San León, ciudad en la que la guarnición fue pasada a cuchillo sin compasión. Al poco los habitantes de Urbino expulsaban a sus invasores para recibir entre vítores al huido Guidobaldo de Montefeltro. La noticia estremeció al Valentino, que presto acudió a reunirse con su padre para dilucidar qué camino seguir en aquella encrucijada planteada por traidores. Durante horas, Alejandro VI y su hijo estuvieron encerrados con sus militares de confianza hasta determinar cómo plantar cara a los sediciosos. Las menguadas tropas pontificias que quedaban en torno a César no superaban los 5.000 efectivos, insuficientes en todo caso para enfrentarse en campo abierto a los más de 11.000 soldados con los que contaban los ejércitos rebeldes. Por fortuna, Luis XII hizo saber de inmediato que él mismo entraría en Italia para defender a los Estados Pontificios del peligro que se cernía sobre ellos, lo que disipó, en buena medida, la pretensión de los sublevados de atraer a su causa las armas y bendiciones francesas. Además de esto, Venecia y Florencia expresaron claramente que no secundaban la revuelta, por lo que los conjurados quedaban a expensas de sus propias fuerzas y sin los vitales apoyos exteriores. Con estos aires favorables, César, a la vanguardia de sus hombres, se acuarteló en la ciudad de Imola, donde comenzó a beneficiarse, mediante acuerdos secretos y privados, de las disensiones internas que cada vez generaban mayor conflicto en las filas de su enemigo. Al fin, el desánimo cundió entre los capitanes levantiscos y al gonfalonero vaticano no le supuso mayor problema negociar por separado con unos y otros hasta conseguir doblegar la voluntad de los otrora envalentonados condottieros. El 26 de noviembre de 1502 se firmaban los acuerdos de paz y las ovejas negras volvían al redil teñidas de blanco inmaculado. Por el aceptado armisticio se entendió que aquella partida concluía en tablas, si bien el duque de Urbino tuvo que asumir la pérdida de la titularidad de su Estado en favor del sonriente César Borgia, quien, por su parte, admitió la independencia, por el momento, de la ciudad de Bolonia.

  Sólo restaba concluir esta farsa de contienda con un acto simbólico que definiese a la perfección quién llevaba en su cinto las llaves de Italia.

  El 10 de diciembre, César galopaba a la ciudad de Cesena, sede del gobierno romañolo, en la que se encontraba instalado Ramiro de Lorca, a la sazón, gobernador de la Romaña y vice-comandante de los ejércitos pontificios. El propósito del Valentino era poner punto y final a la conjura contra su persona. Y, según algunas informaciones, Lorca se encontraba en la lista de traidores que pretendían acabar con la vida del hijo del papa mediante un certero disparo de ballesta. César ordenó la detención de su antiguo lugarteniente, quien tras ser sometido a una severa tortura, confesó su implicación en el complot, llegando incluso a decir que tenía previsto llevar la cabeza del duque ante la presencia de los Orsini y los Baglioni. Estaba claro el final de aquel traidor. No obstante, se decidió llevarlo a juicio sumarísi-mo, donde se le imputaron cargos por corrupción, traición y tiranía, esto último motivado por el terror que Lorca provocó entre los habitantes de Cesena. La pena a la que fue condenado fue, precisamente, la de ser decapitado; paradojas de estas historias miserables. Ignoramos si la confesión del ajusticiado fue la clave para los sucesos que se dieron a continuación en la sitiada ciudad de Sinigaglia, aún pendiente de ser conquistada por las tropas papales. En esos días finales de 1502, los otrora enemigos se habían transformado en incondicionales aliados de su señor Valentino, y ahora concurrían a su llamada para finiquitar el problema planteado por aquella pequeña urbe que finalmente se tomó tras las habituales negociaciones que permitieron la entrada en la plaza de las tropas vaticanas sin mayor oposición. Pero el aire se encontraba enrarecido durante aquellas jornadas por la sombra de una nueva conspiración, sellada tras los acuerdos del 26 de noviembre. Dicha sospecha fue ratificada por el Valentino gracias a la más que probable sinceridad desatada de Ramiro de Lorca en los tornos de castigo. César, con su lista de conjurados en la mano, partió escoltado por 6.000 hombres a Sinigaglia, donde el 30 de diciembre capturaba mediante treta urdida a Vitellozzo Vitelli, Oliverrotto de Fermo y, los no menos importantes Paolo y Francesco Orsini. A los dos primeros se les ejecutó ese mismo día mediante condena sumarísima. Sus cuerpos fueron arrastrados salvajemente por las calles de Sinigaglia. En cuanto a los dos restantes, fueron trasladados a Roma para ser juzgados el 2 de enero de 1503, encontrándoles culpables de traición, por lo que siguieron idéntica suerte a la de sus compañeros. Según parece, el propio Vitellozzo Vitelli dijo antes de morir que el propósito de los confabulados era en efecto acabar con la vida de César Borgia en la mencionada Sinigaglia, lo que daba verosimilitud al relato emitido por el malogrado Ramiro de Lorca.

  Sea como fuere, el Valentino estuvo a la altura de las circunstancias para uno de su clase, y de un tajo se había quitado de en medio a un gran número de molestos adversarios, acción que recibió loas abrumadoras por parte de los diferentes Estados italianos y del mismísimo rey Luis XII. Una vez libre de molestos enemigos, el Valentino prosiguió con sus tropas en el empeño de recuperar las antiguas ciudades vasallas de la iglesia. De ese modo fueron cayendo Cagli, Città di Castello, Perugia, Fermo, Cisterna, Montone y al fin Siena, donde César Borgia tuvo que frenar su ofensiva al ser reclamado desde Roma por Alejandro VI, quien se veía inmerso en el problema de una nueva sublevación contra los Borgia protagonizada por los enojados Orsini.

LIBRES DE ENEMIGOS

El 3 de enero de 1503, Alejandro VI, advertido por el intento de asesinato contra su hijo a cargo de los antiguos condottieros vaticanos, entre los que se encontraban los anteriormente citados Orsini, ordenó la adopción de represalias definitivas que pusiesen fuera de juego a las familias rivales de los Borgia. Un día más tarde el cardenal Gian Battista Orsini—cabeza visible de su familia— fue detenido en las estancias vaticanas cuando se disponía a felicitar al papa por la conquista de Sinigaglia. El sorprendido preboste eclesiástico fue conducido a la Torre Borgia para más tarde ser instalado en el castillo de Sant’Angelo como ilustre prisionero.